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SYLVANUS GROT (Cuento)

 

jardin florido

 

SYLVANUS GROT

 

       Recuerdo que llegó un día a nuestra granja para pedir trabajo. Era la época de la cosecha y a pesar de su aspecto algo extravagante, mi padre lo contrató enseguida.

       Como era costumbre en aquellos tiempos, le asignaron un catre en la cuadra de los peones, donde se acomodó sin chistar. Traía como único equipaje una mochila color caqui, con un emblema bordado en hilo rojo.

       Sylvanus era un tipo callado y respondía en forma amable cuando se le hablaba, empleando frases cortas, con un leve acento extranjero. Un día me atreví a preguntarle dónde había nacido y contestó: “en Albuquerque”. Como yo no tenía la menor idea acerca de dónde quedaba ese sitio, la conversación finalizó allí.

        Mestizo, su piel mate contrastaba con unos ojos azules, de mirada serena. Aparentaba tener alrededor de cuarenta años. Otra vez quise saber el origen de su apellido y me dijo que su padre era francés. Eso fue todo.

        Como si honrara aquel nombre tan singular, Sylvanus vivía silbando entre dientes. Era una melodía triste, fácil de memorizar; tanto que hoy mismo puedo reproducirla, a pesar de que han transcurrido más de cuarenta años desde que la escuché por última vez.

       Los cosechadores trabajaban desde el amanecer. Hacían una pausa para el almuerzo, descansaban poco más de una hora y después retomaban la tarea hasta la caída del sol. Me gustaba ir a la cuadra con la excusa de ayudarlos. Matizaban sus conversaciones con bromas toscas e ingenuas que provocaban mucho jolgorio. Sylvanus escuchaba y reía a la par de los demás, pero no era de hacer chistes.

        El primer domingo de franco, a diferencia de los demás, que fueron hasta el pueblo a pasear o a emborracharse, Sylvanus se quedó en la cuadra. Cerca del mediodía lo vi aproximarse a la casa y merodear por el jardín. Allí anduvo largo rato observando las plantas. En cierto momento se arrodilló al pie de los rosales y los miró con expresión crítica. Mi madre advirtió su actitud a través de la ventana y sintió curiosidad. Salió a la galería, un tanto indecisa; finalmente caminó hacia el jardín, donde el hombre continuaba su inspección.

        —Buen día. ¿Le gustan las rosas? Son mis preferidas —dijo ella.

        —Buen día, patrona. Sí, son muy lindas. Pero las plantas se le están yendo en vicio. Parece que este invierno van a necesitar una buena poda.

        —Es cierto. Hace tiempo que no tenemos a nadie que se encargue del jardín. ¿Usted es del oficio?

        Sylvanus asintió con la cabeza, sin mirarla.

        —Bueno, le voy a decir a mi marido. Gracias —agregó mi madre con tono amable, y se volvió hacia la casa.

        Él examinó el pequeño huerto durante unos minutos más, se agachó para acomodar las piedras de uno de los canteros y después regresó a la cuadra, silbando entre dientes su acostumbrada melodía.

       Mi padre estuvo de acuerdo en contratarlo como una tarea extra para los fines de semana. Sylvanus asumió el rol con todo entusiasmo. Pronto el jardín lució como nunca antes. Dio vuelta la tierra, desenterró y reubicó las plantas para distribuirlas de una manera más adecuada y armó varios canteros, bordeándolos con piedras del lugar.

      Encantada por los resultados, mamá le pidió a mi padre que trajera una variedad de semillas en su próximo viaje al pueblo.

      —No es época para sembrar nada, Isabel: ya estamos a comienzos del otoño —objetó él.

      —No importa. Será bueno tenerlas ya compradas para la primavera.

     Aquella respuesta parecía llevar implícita la idea de que Sylvanus estaba contratado de manera fija. Mi padre no dijo nada.

      Días más tarde, al volver del pueblo, papá dejó sobre la mesa de la cocina una caja llena de sobres etiquetados con flores de diversas clases. Mi madre le sonrió, agradecida. Esa misma tarde, cuando los cosechadores regresaron de sus tareas, ella me envió a la cuadra para llamar al jardinero.

     Recuerdo que mientras caminábamos juntos hacia la casa, no pude resistir la tentación y le conté a Sylvanus que mi padre había traído semillas. Él no contestó. Se limitó a devolverme la mirada, silbando, y pude ver en su rostro el asomo de una sonrisa.

      Mamá lo esperaba con alegría. Lo hizo pasar a la cocina y lo invitó a sentarse a la mesa, donde reposaba la caja de cartón. Él ingresó quitándose la gorra y accedió a inspeccionar los sobres de semillas. Los miraba sin decir palabra, con expresión concentrada. Mi madre lo dejaba hacer, aunque se la veía impaciente por conocer su opinión. Para nuestra sorpresa, de pronto Sylvanus se largó a hablar como nunca antes lo había hecho. Hizo comentarios sobre las distintas plantas, sus características, la conveniencia de ubicarlas en espacios soleados o resguardados, agrupándolas según su mayor o menor necesidad de riego y muchos otros detalles que ya no recuerdo. Ella lo escuchaba, embelesada, seguramente imaginando su futuro jardín, grande y embellecido con todas aquellas especies en flor.

      En ese momento llegó mi padre. Volvía de visitar una granja vecina donde ofrecían en venta un lote de animales en los que estaba interesado. Mamá lo vio entrar y exclamó:

      —¡Ignacio, no te imaginás cuánto sabe Sylvanus de plantas! ¡Nos estuvo explicando un montón de cosas!

      Para entonces nuestro visitante se había puesto de pie y mantenía la vista baja, ante la expresión adusta de su patrón.

      —Bien, Grot. Puede retirarse, gracias —fue la única respuesta.

      Sylvanus musitó alguna palabra —no sé si de agradecimiento o disculpa— y se retiró en forma presurosa. Papá caminó hacia el dormitorio a cambiarse sin agregar ningún comentario. Mi madre y yo quedamos perplejos. Por último ella tomó la caja con semillas y fue a guardarla a la despensa.

      Esa misma semana finalizó la temporada de cosecha. Del galpón atiborrado de bolsas emergía una agradable mezcla de olores a cebollas y a papas. Mi padre y el capataz habían instalado una mesa en la entrada de la cuadra y estuvieron casi todo el día liquidando la paga final a los peones. También Sylvanus recibió su salario. Me sorprendió verlo cambiado, con una camisa nueva y un pañuelo al cuello. Se había mojado el pelo para peinarlo hacia atrás.

      En la explanada del patio estaba estacionado el camión que transportaría a los peones. Los que ya habían cobrado iban acarreando sus efectos para colocarlos en la caja, donde se acomodarían para el viaje de casi 50 kilómetros que separaba la estancia del pueblo.

      De repente advertí que Sylvanus también sería de la partida. Lo vi caminar hacia el camión con su mochila al hombro. Al llegar la colocó sobre la caja y, tomándose de la barandilla, subió con un ágil salto.

     Dudé si correr hasta él o ir a avisarle a mi madre. Opté por lo último, quizás creyendo que ella podía hacer algo para evitarlo. Corrí hasta la casa, entré a la cocina y grité:

      —¡Mamá, Sylvanus se va!

      Ella estaba sentada zurciendo unas medias. Me miró y no dijo nada.

      Aquella primavera tuvimos una gran variedad de flores. Las sembró mamá. Fue el jardín más bello y melancólico que recuerdo haber visto en mi vida.


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