CONAN
Tengo un amigo llamado Conan. Nos vemos casi a diario. Paso caminando frente a su puerta y él acostumbra a estar en la vereda, adormilado al calor del sol. Nuestros encuentros se reducen a un rito breve: me arrodillo a su lado, le pregunto si está bien, le acaricio la cabeza y le rasco detrás de las orejas. Conan se limita a entreabrir los ojos a modo de saludo. A veces pareciera esbozar una leve sonrisa.
Por ley del tiempo, llegará el día en que uno de los dos falte a la cita. Si fuera él, sé que mi tristeza será inmensa. Y si fuera yo, me pregunto si él llegará a extrañar de vez en cuando esas momentáneas interrupciones del sueño, seguidas de una friega sobre su hermosa cabezota.
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